¡Yo te traje a este mundo y también te puedo sacar de él!”
Mi madre.
Madres hemos conocido de todos tipos, colores y sabores, (sí, sabores). Las concebimos como elementos indispensables en un mundo que nos toma toda una vida comprender, o cuando menos, digerir. Tengamos o no, debemos admitir que la vida es como es por la presencia aunque sea intermitente de estas curiosas e inexplicables criaturas.
Sin intenciones peyorativas, digo lo anterior entendiendo el concepto “madre” como el mayor exponente de lo multifactor - facético. No obstante, y dado que las hay por todas partes, es imposible no preguntarse qué nos resulta tan convincente como para convertirnos (hablando particularmente de las féminas contemporáneas) en hermosos y comprometidos especímenes dispuestos a todo por un humano que en principio no es más grande que una hogaza de pan.
Mi cabeza empezó a elucubrar los motivos posibles para seguir poblando este mundo: para llevar mis genes al futuro, asegurar la consolidación del nefasto imperio humano, por aburrimiento, por temor a una vejez miserable y solitaria, por envidia-emulación o simplemente porque "así debe ser" (cita textual de una madre anónima).
Recordé entonces alguno de esos indeseables viajes cotidianos en el manoseado transporte público, donde llegué a escuchar una de tantas grabaciones cursis ad nauseam -de ésas que los amables vendedores tienen a bien elevar hasta decibeles insospechados- la cual rezaba: “Mi hijo adolescente me había dicho: ¡No te metas en mi vida! a lo que yo contesté: Hijo, yo no me metí en tu vida: tú te metiste en la mía…” Y de ahí continuaba una disertación romántica acerca del sacrificio de una madre: las noches en vela, el descuido total y deliberado de su vida por entregarla a los vástagos, y un larguísimo etcétera. La pregunta del millón: ¿quién se metió en la vida de quién?
Entender a los seres humanos como entes pensantes por definición se pone en tela de juicio cuando no existe una respuesta contundente y veraz para seguir trayendo bultitos rebosantes de talco y lágrimas a una realidad hipócrita y corrompida, aunque con innumerables placebos para disimular. No es mero pesimismo, considero la proliferación de una especie como importante si y sólo si el hecho no altera el “equilibrio” natural de ésta y/o su entorno, pero nosotros… ¿entramos en este parámetro?
Del mismo modo, en mi cabeza deambulan los paradigmas sociales: no puedo olvidar que ser madre en la sociedad representa lo más cercano al éxito aunque paradójicamente nos lleva irremediablemente a la destrucción paulatina, inevitable pero necesaria de la progenitora: la vida entonces habrá terminado.
Así es que, ¿justificaciones? ¿Cuáles? ¿Será que debemos admitirnos vulnerables ante una naturaleza primitiva y omnipotente a quien no podemos negarle la reproducción? ¿Es el ser humano un ente irracional, pletórico de un egoísmo y masoquismo monumental y por eso no desea detener su nociva expansión? ¿Es nuestra inteligencia inferior a nuestro egocentrismo?
Recordé entonces alguno de esos indeseables viajes cotidianos en el manoseado transporte público, donde llegué a escuchar una de tantas grabaciones cursis ad nauseam -de ésas que los amables vendedores tienen a bien elevar hasta decibeles insospechados- la cual rezaba: “Mi hijo adolescente me había dicho: ¡No te metas en mi vida! a lo que yo contesté: Hijo, yo no me metí en tu vida: tú te metiste en la mía…” Y de ahí continuaba una disertación romántica acerca del sacrificio de una madre: las noches en vela, el descuido total y deliberado de su vida por entregarla a los vástagos, y un larguísimo etcétera. La pregunta del millón: ¿quién se metió en la vida de quién?
Entender a los seres humanos como entes pensantes por definición se pone en tela de juicio cuando no existe una respuesta contundente y veraz para seguir trayendo bultitos rebosantes de talco y lágrimas a una realidad hipócrita y corrompida, aunque con innumerables placebos para disimular. No es mero pesimismo, considero la proliferación de una especie como importante si y sólo si el hecho no altera el “equilibrio” natural de ésta y/o su entorno, pero nosotros… ¿entramos en este parámetro?
Del mismo modo, en mi cabeza deambulan los paradigmas sociales: no puedo olvidar que ser madre en la sociedad representa lo más cercano al éxito aunque paradójicamente nos lleva irremediablemente a la destrucción paulatina, inevitable pero necesaria de la progenitora: la vida entonces habrá terminado.
Así es que, ¿justificaciones? ¿Cuáles? ¿Será que debemos admitirnos vulnerables ante una naturaleza primitiva y omnipotente a quien no podemos negarle la reproducción? ¿Es el ser humano un ente irracional, pletórico de un egoísmo y masoquismo monumental y por eso no desea detener su nociva expansión? ¿Es nuestra inteligencia inferior a nuestro egocentrismo?
Pero volviendo a la cuestión inicial: ¿Ser madre para someterse al instinto y/o al maldito rol social? ¿U obedecer (aunque sea inconscientemente) las leyes naturales de las que jamás podremos desprendernos? ¿O atender al cinismo y admitir a los hijos como extensión de uno mismo y todas nuestras actividades infructuosas y vanas (egoístas al fin y al cabo)? Reservando el nihilismo para los solitarios recovecos de mi inconsciente, por ahora habré de limitarme a dejar la respuesta a criterio del lector… (También se aceptan reclamaciones).
Por Nathalie Escutia López.
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