(O cómo sobreviví a la escabrosa visita antitética a una perspectiva casi consumada)
Corría el año de 1997, era una tarde asolada por un número indeterminado de transeúntes que se movían al trillado compás del centro de la ciudad. Aparte de eso, no recuerdo mucho: el vestido inmaculado, los guantes blancos aferrados a una velita ornamental y un crucifijo pendía de mi cuello mientras exhibía una sonrisa de segura insatisfacción y confusión terriblemente disimulada. Era mi primera comunión.
Eso y mi madre desbordante de alegría podrían ser todos los “bellos” recuerdos que me sugiere la religión. Nunca dejé de creer, pero las preguntas siempre fueron demasiadas y las explicaciones, nulas. Pudo más mi curiosidad y opté por la graciosa huída a hurtadillas, sin religión y sin fe.
Esta vez, sin embargo, hube de negociar con lo indeleble de mi tozudo ateísmo; si escribía al respecto, me obligaba a presentarme face to face a full color con este tema desde siempre tabú. Y eso hice. Un domingo, en hora pico, se me ocurrió entrar a una de las tantas construcciones barrocas que alguien tuvo a bien construir en todos los extremos posibles de nuestra ciudad. No le veo ningún sentido a la hipocresía que creí enarbolar apenas puse pie en las relucientes losetas grisáceas. Admito la impresión (¡y qué impresión!) al descubrir lo que a cualquier buen observador del carnaval humano le divierte y desagrada al mismo tiempo.
El misticismo, lo que algunos llaman fe, hace descender la temperatura considerablemente al cruzar el umbral de este otro mundo. Se impone el silencio y el absoluto y absurdo respeto por lo intangible. El que una persona crea es indiferente; el que las masas se rindan incondicionalmente a una causa para siempre invisible, es impresionante.
Cuando la sorpresa dejó de hacer mella, encontré los deslices más graciosos y llamativos: desde la mentada belleza arquitectónica hasta un incauto que resollaba quedamente entre sueños, sin contar la violación olímpica al recatado evangelio cuando un individuo se volvió con ojos punzantes hacia una señorita ligera de ropas. Sin saberlo, me encontraba presenciando los impulsos más primitivos de nuestra mal llamada civilización, algo que costaría verdadero trabajo apreciar en algún otro sitio.
No pienso mentir, un espectáculo divertido pero difícilmente soportable, quizá entonces entendí la importancia de acudir únicamente los domingos; más de una vez podría resultar desquiciante.
Por Nathalie Escutia López
hola pues esta padre tu articulo y la imagen me gusto mucho jaja esta genial ah y me gusto el inico bueno suete.
karen.
alo aloo
esta genial este articulo¡¡¡¡
hahaha yo hace poco que me senti de la misma manera...
es algo curioso cmo vamos cambiando de ideas al crecer. incluso ahora tengo problemas con mis padres por estas cuestiones de creer y no creer
pero bueno.
felicidades esta genial el articulo¡¡¡¡
Cristina carmona Prado